20 de noviembre de 2011

BIOLOGÍA CUÁNTICA



La física cuántica se cuela poco a poco en todas las ramas del saber. Ya, no solo la química se beneficia de sus ecuaciones, también las más punteras investigaciones biológicas comienzan a requerir de sus servicios. Numerosos procesos biológicos están insuficientemente explicados y requieren de una aproximación física a nivel cuántico. Así podemos encontrar la contribución de la física de partículas en procesos como la fotosíntesis, el funcionamiento de las neuronas o las migraciones de las aves.

Los experimentos realizados por varios grupos, como el de Graham R. Fleming y Mohan Sarovar, de la Universidad de California en Berkeley, o los de Mohan Sarovar (Universidad de Toronto), han demostrado que la física clásica no logra explicar la elevada eficiencia con la que tiene lugar el proceso de fotosíntesis. Los fotones del Sol excitan los electrones de las moléculas de clorofila. Lo que desencadena una cadena de transporte en las que los electrones han de encontrar un camino adecuado hacia el centro químico donde ceden parte de su energía a las reacciones metabólicas que sustentan a las plantas. El problema es que los electrones parecen ir directos a su destino. La explicación desde la física cuántica parece clara. Una partícula no sigue nunca un camino determinado sino que “explora” varios a la vez. Los campos electromagnéticos en el interior de las células vegetales provocarían que alguno de estos caminos se cancelase, al tiempo que otros se verían reforzados. Como resultado los electrones aumentan su eficiencia en el camino hacia su destino. Según los investigadores, el entrelazamientos duraría solo una fracción de segundo y afectaría a no más de 100.000 átomos.

Otro proceso biológico que está causando verdadera perplejidad es el de los petirrojos cuánticos, perdón, petirrojos europeos. Estas pequeñas aves migran cada inverno a más de 13.000 km de distancia, desde la fría Escandinavia a la cálida África ecuatorial. La cuestión es cómo se guían estas aves orientarse adecuadamente, teniendo en cuenta la enorme distancia a recorrer. Durante muchos años los expertos han considerado que el petirrojo debía de tener algún tipo mecanismo que se asemeje a una brújula natural incorporada. Así en los años sesenta, Wolfgang y Roswitha de la Universidad de Franckfurt, colocaron un campo magnético artificial para comprobar el comportamiento de los petirrojos ante las sucesivas inversiones del campo magnético. Lo que descubrieron es que las aves no notaban en absoluto los cambios en la polarización del campo, eran incapaces de distinguir entre norte y sur, lo que aparentemente echaba por tierra la hipótesis de la brújula natural. Sin embargó, si se encontró respuesta de las aves al nivel de inclinación de las líneas del campo magnético. El ángulo que forman las líneas del campo magnético con respecto a la superficie terrestre. ¡Habían hallado el mecanismo de orientación del petirrojo!

Entonces solo quedaba identificar en qué lugar de su fisonomía se hallaba implantado ese sexto sentido. Una vez más la sorpresa fue mayúscula pues, si se les tapaba los ojos, ¡los petirrojos no distinguían ningún campo magnético! Las aves parecen percibir el campo magnético con los ojos.


Las investigaciones no han parado de sucederse y en el año 2000, Thorsten Ritz (Universidad de Florida del Sur) y sus colaboradores propusieron un mecanismo concreto basándose en el entrelazamiento cuántico. Según esta hipótesis en el ojo de las aves existiría una molécula con dos electrones entrelazados y espín total igual a cero. Cuando la molécula absorbe la luz del espectro visible, los electrones adquieren la energía necesaria para separarse, lo que los hace sensibles al campo magnético terrestre. Si las líneas del campo magnético se inclinan, afectarán de manera diferente a cada electrón y modificará la reacción química de la molécula. Estos procesos se traducen posteriormente en impulsos neuronales que el cerebro del animal recrea en una imagen del campo magnético.

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